viernes, febrero 10

Filosofía de la primera vez (cuento)

Tu piel descubre mi anatomía cual larva se convierte en mariposa. Rueda tu aliento sobre mi pecho y abdomen. Luego tus manos rodean el mismo camino, mientras que te mueves en mí, al unísono del pulso acelerado a causa de la presencia de eso ajeno a mí.
Tus labios son testigos de lo que en mi boca ardiente se halla. Tu lengua extraña pero deliciosa busca por cada rastro de mi ser, aquellos puntos en los cuales la respiración exaltada se vuelve más corta, rápida, y pasa por ese lugar exacto donde la voz quebrada, apenas con un hilo de potencia, ruega desesperadamente que entres mas allá de cualquier horizonte. Más y más fuerte, ambos corríamos el velo de aquella gloriosa, excitante, llena de riesgo y placentera experiencia. Con gemidos deslumbrantes, agonizantes pero a la vez deleites expresaban el asombro y goce de la ligereza en que sus cuerpos se movían casi a la par de los latidos de su corazón apasionado.
Mientras que los vidrios de la cabaña se empañaban a causa de la temperatura que los cuerpos emanaban, parecían uno, tendidos sobre la alfombra blanca junto a la chimenea apagada,
sin necesidad de uso...
De repente un dolor agudo y profundo, me exige apartarme, pero el peso de tu cuerpo férvido y tu ritmo precipitado, doloroso pero delicioso me lo impiden; mas aquel sentimiento tan sin igual, tan impúdico, tan indecente, tan. . . placentero, eliminó cada rastro de dolor en mí. Yo estaba perdida, exótica, diferente, igual consiente estaba de lo amada y tuya que era.
Jamás olvidaré el terror en tus ojos al descubrir en el lugar del hecho, en esa misma alfombra blanca, una pequeña mancha roja, roja de sangre, mi sangre, prueba indiscutible de que ante ti y entre tus brazos tenias a una MUJER que acabada de borrar cada huella de inocencia para recibir de tus manos él titulo de mujer que tanto había ansiado desde el momento en te vio por primera vez.
Le ofreciste tu remera para que se cubriese, mientras que te calzabas tus boxes negros que a ella tanto le gustaban. Con el entrecejo fruncido le lanzaste una de tus peores vistas, aquella acusadora, con repugnancia, como se mira a una criatura despreciable.
De pronto, sus ojos dulces, repletos de lágrimas, su mirada ingenua, triste, desorientada, generaron en ti una simple pregunta ¿quién era en verdad la criatura despreciable? Ella, que te ocultó su virginidad por temor a perderte, o vos que te preocupaste mas por lo que vendrá en vez de abrazarla, contenerla y hacerle saber que juntos formaron parte de eso y juntos lo iban a sobrellevar.
Tarde reaccionaste, sus ojos llorosos, temerosos, rojos y dolorosos ya te odiaban. Corrió hacia la cocina para recoger sus ropas y marcharse lo antes posible lejos de vos. Pero la tomaste del brazo para girarla hacia ti, le secaste las lágrimas con el pañuelo en el que ella había bordado tus iniciales. Tomaste su rostro entre tus manos aun sudorosas, y con la más exquisita suavidad posaste tus labios sobre los suyos. Ese fue El Beso, aquel muy diferente a los anteriores porque con él me decías que lo nuestro era amor y este triunfa por sobre los siete males de Egipto, por sobre toda familia decente, por sobre todo hermano o pareja celosa y por sobre cada objeto- cuestión- tema- asunto que le impida nacer, crecer y alimentarse dentro de mí, junto a los dos. Fin.


den+*+

1 comentario:

Anónimo dijo...

Si todos los amores fueran asi....
ahora hay algo que es muy cierto, un hombre no puede evitar sucumbir ante la tristeza de una mujer, aunque el la hubiera provocado. Son esas cosas inexplicables,como el alba